Adagio.

Fui caminando hacia donde me llevaban mis pasos sin preguntarles a donde íbamos, pero la seguridad con que avanzaban me hacía pensar que sabían con certeza el destino, y yo me dejé llevar.

Pisé con delicadeza la alfombra de hojas que habían caído empujadas por la brisa y sobre mí iban cayendo aquellas que se habían quedado rezagadas, sin demasiada prisa por abandonar el árbol.

El claro del bosque me esperaba y me senté sobre las raices de mi querido Viejo Roble. Lo acaricié y sentí a través de su corteza como su corazón, ese corazón que tienen los árboles, latía con más fuerza por la emoción.

El sol entró a través del manto que formaban las copas de los árboles y los pájaros ensayaron sus trinos matutinos mientras el rumor del agua, que caía de la pequeña cascada, me iba hablando de los valles por los que había ido pasando.

Respiré hondamente y mi alma se fue alimentando del color de las mariposas, de aquella de color azul que se posó sobre mi hombro, del intenso verde de las hojas de los árboles y mis ojos vieron todo lo que al principio no supieron ver y que iba buscando : la naturaleza en todo su esplendor susurrando y cantando para mí.

Abrí mi mochila muy despacio para no romper el hechizo. Introduje mis manos dentro de ella y encontré lo que buscaba. Eran mis viejas y usadas zapatillas de ballet. Las acaricié, introduje mis pies en ellas y me levanté sin hacer ruido. Miré al Viejo Roble y él sonriendo me miró . Sabía que era el momento. Aquel momento esperado en el que elevando mis brazos como las alas de una paloma y alzándome del suelo, comencé a bailar entre los árboles... los suaves movimientos de un adagio...

Malena

Dedicado a nuestro compañero de blogs, Karras, que sabe escuchar y hablar con los árboles.